Esta es la cuarta entrega de la serie sobre la reforma monetaria de Diocleciano, en la que trato sobre las consecuencias económicas que generó la puesta en marcha del nuevo sistema, una espiral inflacionaria. En la próxima entrega analizaré las medidas que se tomaron para combatir la suba de precios (podéis leer aquí la primera, segunda y tercera parte)
Impacto: espiral inflacionaria
Como vimos en las anteriores
entregas de esta serie, el nuevo sistema monetario creado por la tetrarquía fue
implementado con gran rapidez, logrando producir en tan sólo unos pocos años
las monedas necesarias para abastecer a todo el mundo romano con el nuevo
circulante. Sin embargo, a pesar de estos logros indiscutibles, terminó
conduciendo a un rotundo fracaso. Si dos de los objetivos primordiales de la
reforma eran la reducción de la inflación y la recuperación de la confianza en
la moneda, los resultados obtenidos fueron todo lo contrario, una fuerte suba
de precios y un rechazo generalizado del nummus,
la pieza central del nuevo sistema. ¿Cómo es posible que una moneda que
representaba un progreso tan evidente en calidad de manufactura y en contenido
de plata respecto de sus predecesoras no gozara de amplia aceptación entre el
público? Hay dos factores claves que lo explican.
En primer lugar, es importante
considerar que mientras el áureo y el argenteus
contaban con un fuerte respaldo para su valor en su contenido metálico, el nummus había sido tarifado muy por
encima del valor correspondiente a su porcentaje de plata, lo que lo convertía
prácticamente en una moneda fiduciaria. Como señala Alberto González García en
un excelente estudio de la inflación en este período, la
moneda del Imperio Romano nunca había sido una moneda fiduciaria. La diferencia
entre el valor metálico y el valor monetario de todas las denominaciones
acuñadas en el Imperio Romano se explica por el concepto del “señoraje”. Cito
su clara explicación (pp. 124-125):
“Hemos de aclarar que el valor nominal de la moneda metálica es siempre
superior al intrínseco. De no ser así, la acuñación sería antieconómica y no se
produciría. Esta diferencia es el llamado señoraje, el ingreso bruto que recibe
la autoridad emisora –en este caso el Estado romano–, con el cual cubre sus
costes de acuñación y obtiene un beneficio que le incentiva a producir moneda.”
Las consecuencias de esta
disparidad dentro del sistema monetario eran predecibles, el atesoramiento de
las “monedas fuertes” y el intento de deshacerse rápidamente de la moneda
sobrevaluada, la conducta prevista por la ley de Gresham. Un comportamiento,
por otra parte, que tiende a generar inflación al impulsar a los consumidores a
cambiar rápidamente la moneda fiduciaria por bienes de valor real, acelerando
de esta forma la velocidad de los intercambios.
En segundo lugar, como argumenta
Kenneth Harl, la enorme producción de nummi
llevada a cabo para poner en marcha el sistema incrementó fuertemente la oferta
monetaria que era tradicionalmente reducida en el mundo romano. El gobierno no
tenía forma de conocer cuántas monedas serían necesarias para poner en funcionamiento
el sistema y todo indica que su producción fue excesiva, pues vemos que muchas
regiones que siempre habían padecido de una escasez crónica de circulante disponen,
a partir de este período, abundantemente del mismo.
El incremento de la oferta
monetaria frente a una oferta de bienes relativamente inelástica en una
economía agraria con posibilidades de crecimiento limitados significó que había
mucho más circulante disponible para adquirir básicamente los mismos bienes, lo
que produjo una rápida y drástica suba de precios.
La reforma monetaria generó,
entonces, a la vez una expansión de la oferta monetaria, un incremento en la
velocidad de los intercambios, una pérdida de confianza generalizada en el
valor de las monedas de vellón y un atesoramiento de las monedas de oro y
plata. Una combinación explosiva cuyo
resultado inevitable era una fuerte suba de precios.
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